jueves, 17 de julio de 2008

Beethoven El Sacerdote de Pan

_____________Cuento apócrifo_____________


Salió al parque y la puerta se cerró tras él con violencia. El viento arreciaba y caían las primeras gotas. Los árboles eran gigantes ebrios avanzando a su encuentro con las copas en alto desbordantes de tormenta. Una hoja le golpeó una mejilla como mariposa muerta, pero no la sintió, tal era el frío y el alboroto del aire. Con su capa negra desplegada, parecía ¾visto desde el cielo¾ un piano de cola en fuga, o un animal extraño abriendo su única ala inmensa contra el viento. Detrás suyo, la casona parpadeaba con todos sus postigos, no pudiendo creer que su huésped se dirigiera al bosque en semejante día.
—¡Ludwig! —sonó una voz desde una ventana, pero una ráfaga alzó en vilo a aquel nombre, lo puso por los aires, lo arremolinó sobre el tejado, lo arrastró entre las ramas de los álamos, y de los robles, y de los pinos insignes, lo precipitó en el abismo de un estanque vacío, lo volvió a alzar en el aire, y lo enredó en la cabellera del músico... “¡Ludwig!”...
Salida de su quicio, la Tierra giraba más rápido, y eso era todo. ¿No debería ser así siempre? La música es aire encolerizado; pasión ordenada que limpia y enardece, transe y arrebata. Ludwig rebozaba vigor; su cuerpo ardido por el frío palpitaba... Su corazón latía al ritmo de un aleteo de elevación. Y aquel viento desatado que lo envolvía era un quinto elemento, un séptimo cielo, un octavo mar aéreo (puramente espiritual) en el que el sexto sentido del genio se embelesaba. “He aquí mi Décima Sinfonía”, pensaba inspirando aquel soplido de Dios, “he aquí mi última palabra”, pensaba exhalando el verbo ígneo que lo había atravesado.
Su rostro, en medio de aquel azote de gotas y ráfagas, permanecía distendido, inalterable, y sus ojos resistían el impacto del agua sin pestañar... La sordera es una escollera que amortigua el embate del mundo; es la puerta maciza de la celda del cuerpo (ora et labora); es la antecámara oscura de la morada interior en la que arde, a salvo, el fuego sagrado. Morada interior. Caverna primordial del hombre que custodia el eco llameante del ¡Fiat Lux! de la primera aurora... Sonoro silencio; retumbo soterraño de aguas genesíacas; sombras movientes de cuerpos flamígeros que imprimen sus manos en la íntima bóveda; alma humana refugiada en el útero de una montaña. Silencio... ¡Altamira!... primer cielo del hombre caído... ¡Sixtina!... tercer cielo del hombre redimido... ¡Bóveda craneana de Ludwig van Beethoven!... noveno cielo de la humanidad restituida en la nueva esperanza.




II

Se internó en el bosque. Un niño lo seguía de cerca... Ludwig avanzaba decidido hacia ninguna parte, pero iba confiado... El creador es el que avanza en la sombra con una tenue luz por delante, y no sabe hacia donde va, pero cree en esa estrella que lo guía a la cuna de un dios (el niño que lo seguía iba desnudo, y llevaba en su mano un pequeño instrumento de plata... Una flauta). Beethoven se tomó las manos en la espalda y aminoró el paso. “¿Por qué he de persistir? —se preguntó—, la gloria me es indiferente. El mundo será el mismo después de mí. Una mujer bella y un hijo sano son el Paraíso en esta Tierra. Entonces... ¿Por qué?”... El bosque se había ahondado por la tormenta. El niño se agazapaba detrás de los árboles y avisoraba al músico sin dejarse ver. Beethoven sintió una emoción repentina; un vértigo de vacío en el estómago que lo hizo dar un paso largo hacia adelante y tomar aire (el niño se pegó al tronco de un árbol)... No era inspiración, pero ese estremecimiento de sus miembros, esa dulce congoja que le subía por la garganta y estallaba en su cerebro en lúcida floración de cánticos, era lo que precedía a la inspiración...
“¿Por qué?”, volvió a resonar en sus sienes, pero esas palabras eran ahora un eco muerto (el del cadáver de la duda al golpear contra el fondo de un pecho profundo; y la duda tenía congelada en el rostro una mueca de asfixia). Izó su mirada por las columnas de aquel templo moviente, y la suspendió en el cenit de la bóveda vegetal. Inmensidad... Cerró los ojos sin detenerse. Podía oír en su corazón el susurro de las ramas meciéndose y rozándose amorosamente, y era igual al susurro del mar lejano; del mar, que se enrolla en sí mismo una y mil veces para oírse en el hueco vertiginoso de las olas... ¡Ah!, los infinitos oídos de Pan, que todo lo oyen, y luego se deshacen para preservar el secreto sublime. Un caracol es un jirón de música fosilizada. Beethoven soltó una risa demencial: “¡Sí! —gritó al cielo—, ¡fosilizada!”, pero enseguida se tomó la cabeza con las dos manos para soportar la embestida súbita de una ráfaga musical. El niño apartó los labios del instrumento y se asomó por el tronco de un ciprés (tenía el pelo negro encrespado y los ojos azules).
Los pies de Beethoven se hundían en el humus cubierto de hojas, y al creador incansable lo asaltó la tentación de dejarse caer sobre ese lecho ideal. Tantas veces, al pasearse por las calles de Viena, ansió desplomarse en plena calle, sin aspavientos, sin un gemido, como quien fuera fulminado por un rayo divino (Pablo derribado por el rayo de Dios era la escena bíblica de su predilección). Caer y dejarse arrollar por las nobles bestias de un carruaje veloz, o simplemente, quedarse tendido y hacer voto perpetuo de no despertar. ¿No hacen los monjes voto de silencio? ¿No había hecho él ese voto por causa de su enfermedad?... Y el silencio es hermano del sueño y la quietud. Otros se ocuparían entonces de su cuerpo y sus miserias: de alimentarlo, de vestirlo, de asearlo, y él, con los ojos siempre cerrados, sin tener que sufrir ya el oprobio de su sordera, permanecería indiferente al mundo, sumergido en la más completa y laboriosa inacción: la de crear. ¿Qué saben los hombres lo que es trabajar de verdad? No es agitarse aquí y allá (es la mayor de las perezas), no es ejercitar los músculos o la memoria; no es tener múltiples ocupaciones. Trabajo es concentración; dedicación vehemente a una sola tarea con todas las potencias aúnadas para un mismo fin; sacrificio por la perfección imposible de la obra soñada; desvelo maternal; severidad paternal; pero ante todo, sumisión filial a la verdad propia, intrínseca, de la obra emprendida. Contemplación... El trabajador es un artista, un artesano, o es otra cosa. Un jornalero. “Tú, Padre mío, trabajas en persona por cada flor”, pensó dejándose caer en la tierra negra olorosa a hojas y cortezas roídas. Divino rendimiento... Una rodilla, un hombro, y después la cabeza cayendo al seno benévolo de la Madre nutricia. “Otros se ocuparán de mi cuerpo —pensó inspirando el aroma del bosque—; yo me dedicaré cada día a la angélica labor de crear música de alabanza, himnos fraternales, sinfonías para las que deberán construirse instrumentos nuevos y más potentes... ¿No soy yo también un instrumento y nada más? ¿Y no son cuidados y trasladados los instrumentos con muchísimo esmero, no obstante su humildísima condición?”


III
De lo alto comenzó a caer una llovizna fina, y el bosque quedó envuelto en una bruma etérea. Beethoven sintió en su rostro esa bendición del cielo y no se inmutó... “Un instrumento...”. El niño, dando saltitos gráciles, rítmicos, iba de un árbol a otro árbol, y cada vez que se detenía, se asomaba y soplaba su flauta con los ojos fijos en el músico yacente, el cual tenía la boca entreabierta, el perfil izquierdo contra la hojarasca rojo amarillenta, un brazo sobre el costado del cuerpo, y el otro extendido con la mano abierta; su respiración era acompasada, pero no dormía. El niño dio unos pasos más hacia aquel cuerpo rendido, se acercó en silencio tímidamente, dio un rodeo (los ojos risueños y el pelo ensortijado goteante), y se arrodilló junto a la cabeza atormentada del genio. Entonces posó sus labios en aquella pequeña rama de plata, y comenzó a ejecutar una música dulce y vivaz, una melodía sencilla plena de sugestión. La respiración de Beethoven se hizo imperceptible, y su boca se entreabrió aún más, como si quisiera embeber aquella llovizna sonora que le venía de lo alto. Cuando la melodía concluyó, el niño la volvió a tocar, y así una y otra vez... una y otra vez...


IV
Beethoven abrió los ojos. Estaba anocheciendo. Se levantó enérgicamente; sacudió su mejilla y sus ropas; se pasó ambas manos por la cabellera sucia de hojas y tierra, y con un gesto de alegre estupor en el semblante echó a andar... “Así será —se decía cerrando de a momentos los ojos—; así será”, y oía en su pensamiento con delectación la música nueva que pondría a los versos de Schiller, esos versos que serían cantados por el coro en su Novena Sinfonía... “Así será”... Y los versos cantaban solos en su imaginación como geniesillos incontenibles, y él les dejaba hacer: “¡Alegría, hermosa chispa de los dioses hija del Elíseo! ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa celeste, en tu santuario! ¡Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado, todos los hoombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave”, y mientras que esos versos cantaban y danzaban en los bastidores de su cerebro, Ludwig van Beethoven, con el rostro tenso de felicidad, pensaba: “Ustedes, versos amados, ya tenían cuerpo y alma por la virtud del poeta que los dio a luz, pero yo les he dado alas para ir todavía más allá... Bendito sea Dios, bendita sea la Naturaleza... Bendito el día en que los hombres volverán a ser hermanos... ¡Amen!”

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