___________Relato verídico___________
Pudo ocurrir en las orillas del Nilo, durante el sereno reinado de Amenofis III, hace más de dos mil años, una tarde templada de verano, con las pirámides de fondo (castillos de arena de un dios niño) y la luna amarilla en el horizonte; pudo ocurrir en las riberas del Ganges hace tres mil años, cerca de donde unos sabios brahmines alzaron tres tiendas para meditar un verso del libro de los Vedas; pudo ocurrir también a orillas del Duero en el año 1324, o del Tíber, o del Amazonas... Pudo ocurrir en cualquiera de esos lugares y fechas, que es igual a decir que en verdad ocurrió en todos esos lugares, y que aún sigue ocurriendo para regocijo de los dioses inmortales que se ríen del tiempo, pero no de los hombres (y si hablo de dioses no lo hago como pagano, sino que aludo a Dios, los ángeles, y las almas bienaventuradas del Empíreo cristiano, y digo esto por profesión de fe y para escándalo de los escritores del siglo).
Sucedió una tarde de verano de 1999 en Buenos Aires, a orillas del Río de la Plata, y yo era un escriba egipcio que paseaba por allí, y un brahmín sabio que iba al encuentro de sus pares, y un filósofo estoico que venía de hablarle a un cónsul romano, en vano, de la vanidad de este mundo, y un soldado poeta visigodo que no había aprendido a escribir, y se consumía en la más honda desazón; pero también era el modesto profesor ciudadano que se había acercado al río en busca de aire y espacio, luego de haber bregado toda una jornada por infundir en corazones helados el verbo de los escritores insignes, y por encender en cerebros ateridos el fuego antiguo de los grandes pensamientos. Iba cansado, absorto, y me senté, o me dejé caer más bien, a esperar que la luna llena asomara en el horizonte, blanca e impasible, como un sol pálido.
En eso, el eco de una risa. Abrí los ojos; el mundo aún estaba allí, ajeno a mi tristeza, pero abierto a mi espíritu, y solícito, generoso, diáfano en su bondad vespertina. Sonó aquella risa, y el aire limpio del ocaso se abovedó, se volvió templo incorpóreo para que aquel canto llegara hasta mí, resonara en el ámbito, y me sustrajera de mi estado. Y en mis oídos esa risa infantil trepidó como un llamado, como una vocación. ¿No aspiran todos los hombres a la felicidad? ¿No es ese su fin último? Todos los hombres, sépanlo o no, buscan la plenitud, el gozo perfecto, pero sólo unos pocos saben dónde hallar la fuente que colma hasta el borde la sagrada copa. Unos buscan saciarse en el vicio, otros en el crimen, otros en los libros, otros en la vorágine, otros en el nirvana (que es el ojo de la vorágine); y todos buscan lo mismo en distinto lugar; pero ya lo decía Agustín, el santo de Hipona, el varón más feliz que yo jamás haya conocido, “Busca lo que buscas, pero no donde lo buscas”...
Sonó aquella risa en mis oídos, y yo me encontré de pronto en el seno de un templo, y ya no en el vacío profano de mí mismo. Esa risa llenó el espacio y le dio forma; y si el sonido de una campana está en su forma, esta vez la forma surgió de aquel sonido; la música precedió al instrumento, o lo creó más bien milagrosamente. ¿Dije antes que el aire se abovedó para propagar el eco de aquella risa? Digo ahora, en cambio, que la risa abovedó el aire... ¿No es así siempre después de todo? ¿No está formada la campana según la música que ha de ejecutar? Se me dirá que sin la forma que se le da al bronce la música no podría resonar, pero yo digo, por intuición, que la música ya existía antes, porque existía la armonía, el soplo creador, el Artífice, y que la campana, la forma material que produce los sonidos armónicos del bronce templado, reproduce una armonía superior, y por eso es instrumento y no fin último, medio, y no causa primera. La música precede al instrumento, como el Músico precede a la música que dimana de él. El Ser es anterior a la forma. Aquella risa súbita abovedó el aire, e hizo de la tarde un templo ideal.
Miré hacia la orilla del río. Una niña rubia de cuatro o cinco años no cabía en su cuerpecito de tanta dicha, y puesto que no cabía en sí, corría de aquí a allá, saltaba y bailaba, abría los brazos y se expandía en el aire a través de su risa sonora, llenando el espacio de alas y ecos con el sólo instrumento de su pecho purísimo, que un dios tañía desde lo alto. Y su risa no era risa tan sólo; era más bien un repiquetear de campana, un aleteo de paloma, una cascada del Edén derramándose lúcida sobre un lago esmeralda estremecido por ondas de luz.
Nunca había oído una música igual, y sentí remordimiento de mi vejez, de mis vetustos treinta y cinco años, y me conmoví; pero esa risa era más fuerte que mi dolor, y me transió como una brisa tibia, y toda la bóveda se transmutó en una campana celeste (la bóveda se volvió campana, como imaginó una vez, hace dos mil quinientos años, el poeta Píndaro); y pienso ahora en las iglesias rusas, y en Andrei Rublev, la obra maestra del cineasta ruso Tarkovski, en la que un niño artesano construye una campana con la fuerza y ciencia de su fe invencible.
La niña tenía un vestido azul floreado que la impelía a bailar y volar. Y a todo momento, sin dejar de correr, echaba la cabeza hacia atrás y reía al cielo. Su padre la observaba, y reía también, pero mansamente, con orgullo y medida, cuidando que aquella felicidad no acabara en llanto.
Esa niña estaba fuera del tiempo, y crepitaba gozosa en el corazón del instante. No había en ella las cenizas de la memoria que aplacan la llama, ni la previsión temerosa del que no cree que los lirios del campo estén mejor ataviados que Salomón; esa niña estaba en el Paraíso y no lo sabía, pero no por ignorancia, sino por el sabio olvido del que no se acuerda de sí, pues tiene presente a cada instante (que en realidad es un solo instante) la belleza incomprensible pero amable del mundo creado. La beatitud supone el olvido de sí. ¿Qué es el deseo carnal sino memoria obsesiva del cuerpo? ¿Qué es el remordimiento sino memoria de los males cometidos? ¿Qué es la angustia sino memoria incierta del incierto porvenir? ¿Qué el egoísmo sino recuerdo de las propias voluntades y nada más?... La razón es la sede de la memoria y el temor. El corazón, la sede del olvido y la osadía. Y el olvido del corazón es memoria también, pero en estado puro; es visión y no retrospección o anticipación; es memoria actual, presente, intempórea. El corazón no recuerda, ama, tiene presente a lo amado; “te tengo presente”, dice el que ama, que es igual a decir: “eres siempre en mí”.
La niña crepitaba gozosa en el corazón del instante, y el mundo todo se derretía al arrimo de su calor. Entonces comenzó a alzarse la luna en el horizonte, blanca e impasible, como un sol pálido, y aquella niña era de pronto, con aquel disco plateado de fondo, una santa diminuta con una aureola colosal.
Muy cerca estuvo de mí y muy lejos esa niña bienaventurada aquella tarde, y hoy puedo decir que el repiquetear, el aleteo de su risa inacabable, resuena aún en las cámaras de mi memoria, y en los remotos confines de mi espíritu, como un eco venido del más allá... ¡Gloria y loor a los niños del mundo que ríen al cielo para salvación de los hombres, en las tardes de verano en que la luna naciente, de no existir esas criaturas benditas, no sabría a quién coronar!
Pudo ocurrir en las orillas del Nilo, durante el sereno reinado de Amenofis III, hace más de dos mil años, una tarde templada de verano, con las pirámides de fondo (castillos de arena de un dios niño) y la luna amarilla en el horizonte; pudo ocurrir en las riberas del Ganges hace tres mil años, cerca de donde unos sabios brahmines alzaron tres tiendas para meditar un verso del libro de los Vedas; pudo ocurrir también a orillas del Duero en el año 1324, o del Tíber, o del Amazonas... Pudo ocurrir en cualquiera de esos lugares y fechas, que es igual a decir que en verdad ocurrió en todos esos lugares, y que aún sigue ocurriendo para regocijo de los dioses inmortales que se ríen del tiempo, pero no de los hombres (y si hablo de dioses no lo hago como pagano, sino que aludo a Dios, los ángeles, y las almas bienaventuradas del Empíreo cristiano, y digo esto por profesión de fe y para escándalo de los escritores del siglo).
Sucedió una tarde de verano de 1999 en Buenos Aires, a orillas del Río de la Plata, y yo era un escriba egipcio que paseaba por allí, y un brahmín sabio que iba al encuentro de sus pares, y un filósofo estoico que venía de hablarle a un cónsul romano, en vano, de la vanidad de este mundo, y un soldado poeta visigodo que no había aprendido a escribir, y se consumía en la más honda desazón; pero también era el modesto profesor ciudadano que se había acercado al río en busca de aire y espacio, luego de haber bregado toda una jornada por infundir en corazones helados el verbo de los escritores insignes, y por encender en cerebros ateridos el fuego antiguo de los grandes pensamientos. Iba cansado, absorto, y me senté, o me dejé caer más bien, a esperar que la luna llena asomara en el horizonte, blanca e impasible, como un sol pálido.
En eso, el eco de una risa. Abrí los ojos; el mundo aún estaba allí, ajeno a mi tristeza, pero abierto a mi espíritu, y solícito, generoso, diáfano en su bondad vespertina. Sonó aquella risa, y el aire limpio del ocaso se abovedó, se volvió templo incorpóreo para que aquel canto llegara hasta mí, resonara en el ámbito, y me sustrajera de mi estado. Y en mis oídos esa risa infantil trepidó como un llamado, como una vocación. ¿No aspiran todos los hombres a la felicidad? ¿No es ese su fin último? Todos los hombres, sépanlo o no, buscan la plenitud, el gozo perfecto, pero sólo unos pocos saben dónde hallar la fuente que colma hasta el borde la sagrada copa. Unos buscan saciarse en el vicio, otros en el crimen, otros en los libros, otros en la vorágine, otros en el nirvana (que es el ojo de la vorágine); y todos buscan lo mismo en distinto lugar; pero ya lo decía Agustín, el santo de Hipona, el varón más feliz que yo jamás haya conocido, “Busca lo que buscas, pero no donde lo buscas”...
Sonó aquella risa en mis oídos, y yo me encontré de pronto en el seno de un templo, y ya no en el vacío profano de mí mismo. Esa risa llenó el espacio y le dio forma; y si el sonido de una campana está en su forma, esta vez la forma surgió de aquel sonido; la música precedió al instrumento, o lo creó más bien milagrosamente. ¿Dije antes que el aire se abovedó para propagar el eco de aquella risa? Digo ahora, en cambio, que la risa abovedó el aire... ¿No es así siempre después de todo? ¿No está formada la campana según la música que ha de ejecutar? Se me dirá que sin la forma que se le da al bronce la música no podría resonar, pero yo digo, por intuición, que la música ya existía antes, porque existía la armonía, el soplo creador, el Artífice, y que la campana, la forma material que produce los sonidos armónicos del bronce templado, reproduce una armonía superior, y por eso es instrumento y no fin último, medio, y no causa primera. La música precede al instrumento, como el Músico precede a la música que dimana de él. El Ser es anterior a la forma. Aquella risa súbita abovedó el aire, e hizo de la tarde un templo ideal.
Miré hacia la orilla del río. Una niña rubia de cuatro o cinco años no cabía en su cuerpecito de tanta dicha, y puesto que no cabía en sí, corría de aquí a allá, saltaba y bailaba, abría los brazos y se expandía en el aire a través de su risa sonora, llenando el espacio de alas y ecos con el sólo instrumento de su pecho purísimo, que un dios tañía desde lo alto. Y su risa no era risa tan sólo; era más bien un repiquetear de campana, un aleteo de paloma, una cascada del Edén derramándose lúcida sobre un lago esmeralda estremecido por ondas de luz.
Nunca había oído una música igual, y sentí remordimiento de mi vejez, de mis vetustos treinta y cinco años, y me conmoví; pero esa risa era más fuerte que mi dolor, y me transió como una brisa tibia, y toda la bóveda se transmutó en una campana celeste (la bóveda se volvió campana, como imaginó una vez, hace dos mil quinientos años, el poeta Píndaro); y pienso ahora en las iglesias rusas, y en Andrei Rublev, la obra maestra del cineasta ruso Tarkovski, en la que un niño artesano construye una campana con la fuerza y ciencia de su fe invencible.
La niña tenía un vestido azul floreado que la impelía a bailar y volar. Y a todo momento, sin dejar de correr, echaba la cabeza hacia atrás y reía al cielo. Su padre la observaba, y reía también, pero mansamente, con orgullo y medida, cuidando que aquella felicidad no acabara en llanto.
Esa niña estaba fuera del tiempo, y crepitaba gozosa en el corazón del instante. No había en ella las cenizas de la memoria que aplacan la llama, ni la previsión temerosa del que no cree que los lirios del campo estén mejor ataviados que Salomón; esa niña estaba en el Paraíso y no lo sabía, pero no por ignorancia, sino por el sabio olvido del que no se acuerda de sí, pues tiene presente a cada instante (que en realidad es un solo instante) la belleza incomprensible pero amable del mundo creado. La beatitud supone el olvido de sí. ¿Qué es el deseo carnal sino memoria obsesiva del cuerpo? ¿Qué es el remordimiento sino memoria de los males cometidos? ¿Qué es la angustia sino memoria incierta del incierto porvenir? ¿Qué el egoísmo sino recuerdo de las propias voluntades y nada más?... La razón es la sede de la memoria y el temor. El corazón, la sede del olvido y la osadía. Y el olvido del corazón es memoria también, pero en estado puro; es visión y no retrospección o anticipación; es memoria actual, presente, intempórea. El corazón no recuerda, ama, tiene presente a lo amado; “te tengo presente”, dice el que ama, que es igual a decir: “eres siempre en mí”.
La niña crepitaba gozosa en el corazón del instante, y el mundo todo se derretía al arrimo de su calor. Entonces comenzó a alzarse la luna en el horizonte, blanca e impasible, como un sol pálido, y aquella niña era de pronto, con aquel disco plateado de fondo, una santa diminuta con una aureola colosal.
Muy cerca estuvo de mí y muy lejos esa niña bienaventurada aquella tarde, y hoy puedo decir que el repiquetear, el aleteo de su risa inacabable, resuena aún en las cámaras de mi memoria, y en los remotos confines de mi espíritu, como un eco venido del más allá... ¡Gloria y loor a los niños del mundo que ríen al cielo para salvación de los hombres, en las tardes de verano en que la luna naciente, de no existir esas criaturas benditas, no sabría a quién coronar!
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