______________Nota de Viaje______________
En Sevilla fui presa de un encantamiento que no he sentido jamás en otro lugar. Me era una ciudad extraña y conocida a la vez; "yo estuve aquí", me decía el primer día, mientras me perdía en sus calles... En esas calles que parecen haberse perdido ellas mismas de puro retorcerse aquí y allá, y subir y descender, como si obedecieran a un destino superior, pleno de belleza y alocada libertad. Andando y desandando esas calles encontraron su rumbo Cervantes, Mañara, Bécquer, Magallanes, Lorca... Don juanes y poetas, conquistadores y varones de Dios.
Y la catedral... "Hagamos una obra de tales dimensiones, que los hombres del porvenir nos tengan por locos"... Entrar en ese ámbito, es penetrar en otro espacio, en una dimensión inverosímil en la que el cuerpo pierde su peso, y la mirada (siempre errante y rapaz) se abre hacia la bóveda, se eleva, florece hacia lo alto como flor inmaterial del jardín del Edén; y entonces nuestros ojos se vuelven hermanos de los vitrales coloridos, y la luz del cielo es nuestro mirar, y visiones gloriosas de santos, mártires y arcángeles (visiones de rojo púrpura y azul zafíreo) resplandecen en nuestro iris, y nos alucinan. Más bien debió decir aquél inspirado: "hagamos una obra de tales dimensiones, que quienes penetren en ella enloquezcan de júbilo, estupor, y divino delirio".
Y la verdad es que ni siquiera pude arrodillarme a rezar en esa gruta del cielo, en esa nave de los locos, en ese castillo de Dios, porque todo el cuerpo y el alma se me iban hacia arriba, como si los átomos de mi ser sufrieran a cada paso vértigos de ascensión, mientras que mi pensamiento, agobiado de columnas, rejas, y sepulcros, y bóvedas sin estrellas, y devociones barrocas, se empequeñecía hasta hacerme sentir que andaba por el mismo fondo de la Tierra, como un condenado, o como un alma no nacida aún, o como alguien que ya ha dejado de existir por siempre jamás... Grandeza y pequeñez, ascensión y caída, en suma, perfecto y terrible equilibrio entre el humano orgullo y la santa humildad, es lo que se vive allí dentro, en la catedral gótica más grande del mundo; y en el latido de ese espasmo espiritual que enloquece, brota en el alma una voz involuntaria, ajena, recóndita, que gime: "Señor, Señor...", y ya no es preciso nada más, ni arrodillarse, ni rezar, porque el sólo hecho de estar allí, es pura oración.
En Sevilla fui presa de un encantamiento que no he sentido jamás en otro lugar. Me era una ciudad extraña y conocida a la vez; "yo estuve aquí", me decía el primer día, mientras me perdía en sus calles... En esas calles que parecen haberse perdido ellas mismas de puro retorcerse aquí y allá, y subir y descender, como si obedecieran a un destino superior, pleno de belleza y alocada libertad. Andando y desandando esas calles encontraron su rumbo Cervantes, Mañara, Bécquer, Magallanes, Lorca... Don juanes y poetas, conquistadores y varones de Dios.
Y la catedral... "Hagamos una obra de tales dimensiones, que los hombres del porvenir nos tengan por locos"... Entrar en ese ámbito, es penetrar en otro espacio, en una dimensión inverosímil en la que el cuerpo pierde su peso, y la mirada (siempre errante y rapaz) se abre hacia la bóveda, se eleva, florece hacia lo alto como flor inmaterial del jardín del Edén; y entonces nuestros ojos se vuelven hermanos de los vitrales coloridos, y la luz del cielo es nuestro mirar, y visiones gloriosas de santos, mártires y arcángeles (visiones de rojo púrpura y azul zafíreo) resplandecen en nuestro iris, y nos alucinan. Más bien debió decir aquél inspirado: "hagamos una obra de tales dimensiones, que quienes penetren en ella enloquezcan de júbilo, estupor, y divino delirio".
Y la verdad es que ni siquiera pude arrodillarme a rezar en esa gruta del cielo, en esa nave de los locos, en ese castillo de Dios, porque todo el cuerpo y el alma se me iban hacia arriba, como si los átomos de mi ser sufrieran a cada paso vértigos de ascensión, mientras que mi pensamiento, agobiado de columnas, rejas, y sepulcros, y bóvedas sin estrellas, y devociones barrocas, se empequeñecía hasta hacerme sentir que andaba por el mismo fondo de la Tierra, como un condenado, o como un alma no nacida aún, o como alguien que ya ha dejado de existir por siempre jamás... Grandeza y pequeñez, ascensión y caída, en suma, perfecto y terrible equilibrio entre el humano orgullo y la santa humildad, es lo que se vive allí dentro, en la catedral gótica más grande del mundo; y en el latido de ese espasmo espiritual que enloquece, brota en el alma una voz involuntaria, ajena, recóndita, que gime: "Señor, Señor...", y ya no es preciso nada más, ni arrodillarse, ni rezar, porque el sólo hecho de estar allí, es pura oración.
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