Ayer escribí sobre el gorrión, pero sólo fue uno de los sucesos ínfimos que me redimieron. A la noche fui al cine; pero no había nada que ver y me quedé caminando por ahí... ¿Con qué me topé? Con una escena eterna, conmovedora: una madre, sentada sobre sus talones, estiraba los brazos hacia una niña que no se decidía a dar su primer paso. Me detuve, y me quedé mirando ese acontecimiento tan nuevo y tan antiguo, y desde mi lugar de sombra, y con el pensamiento, comencé a alentar a la pequeña a que diera el gran paso; pero el ángel rubio no se decidía a avanzar, y es comprensible: en la Región de la proviene es sencillo volar... ¡Pero caminar!...
"Vamos... Vamos, mi amor", le decía su madre con ternura nueva y antigua, y yo imaginaba esa escena como vista desde el espacio, y pensaba: "Aquí, en este punto del universo, en la noche infinita del cosmos, está sucediendo algo en verdad milagroso, y yo soy un testigo privilegiado... ¿No está acaso esta niña al frente del ejército de la especie humana? ¿No es ella nuestro futuro y la esperanza de nuestra perpetuación?"
Y ahí estaba la joven madre, sonriente y radiante, abocada a su sagrada misión, sin importarle que alguien pudiera medir su labor heroica, su paciencia divina, su enérgica ternura capaz de mover las montañas, los corazones, y el cuerpo de una niña vacilante que se balancea sobre sus pies ínfimos como un coloso en miniatura (aunque la imagen es contradictoria, no es absurda sin embargo). Y era esa mujer todas las madres, y era esa niña todos los niños, y era ese paso aún no realizado toda la esperanza, y eran esos brazos extendidos toda la fuerza del amor movilizante... Yo permanecía medio oculto, en suspenso, y me asombraba de que los pájaros no hubiesen detenido su vuelo, y de que no se oyera a los engranajes del mundo golpear en falso, a la espera de que aquella niña destrabara con su pie el Gran Mecanismo.
Finalmente, luego de que la voluntad de la niña chispeó de un extraño modo en sus manos, sus ojos, y todo su cuerpo, la muy valiente, la colonizadora del vacío, venció el vértigo, y dio el primer gran paso... y otro... ¡Y otro! hasta culminar su proeza en los brazos maternos. Yo, sin poder contenerme, aplaudí con fuerza, y grité: "¡bravo!.. ¡bravo!", sin saber de qué otro modo celebrar ese espectáculo tan antiguo, y tan nuevo. La madre me miró, y me sonrió; y la niña, ¡lo juro por Dios y mis hijos futuros!, también me miró sonriente, y estiró hacia mí su mano con la palma abierta, como si saludara a un viejo camarada de otras vidas.
El mundo volvió a ponerse en movimiento. Y yo, inspirando con voluptuosidad el aire cálido de esa noche de diciembre, me alejé dichoso y pensativo, y se quedaron los pájaros cantando...
"Vamos... Vamos, mi amor", le decía su madre con ternura nueva y antigua, y yo imaginaba esa escena como vista desde el espacio, y pensaba: "Aquí, en este punto del universo, en la noche infinita del cosmos, está sucediendo algo en verdad milagroso, y yo soy un testigo privilegiado... ¿No está acaso esta niña al frente del ejército de la especie humana? ¿No es ella nuestro futuro y la esperanza de nuestra perpetuación?"
Y ahí estaba la joven madre, sonriente y radiante, abocada a su sagrada misión, sin importarle que alguien pudiera medir su labor heroica, su paciencia divina, su enérgica ternura capaz de mover las montañas, los corazones, y el cuerpo de una niña vacilante que se balancea sobre sus pies ínfimos como un coloso en miniatura (aunque la imagen es contradictoria, no es absurda sin embargo). Y era esa mujer todas las madres, y era esa niña todos los niños, y era ese paso aún no realizado toda la esperanza, y eran esos brazos extendidos toda la fuerza del amor movilizante... Yo permanecía medio oculto, en suspenso, y me asombraba de que los pájaros no hubiesen detenido su vuelo, y de que no se oyera a los engranajes del mundo golpear en falso, a la espera de que aquella niña destrabara con su pie el Gran Mecanismo.
Finalmente, luego de que la voluntad de la niña chispeó de un extraño modo en sus manos, sus ojos, y todo su cuerpo, la muy valiente, la colonizadora del vacío, venció el vértigo, y dio el primer gran paso... y otro... ¡Y otro! hasta culminar su proeza en los brazos maternos. Yo, sin poder contenerme, aplaudí con fuerza, y grité: "¡bravo!.. ¡bravo!", sin saber de qué otro modo celebrar ese espectáculo tan antiguo, y tan nuevo. La madre me miró, y me sonrió; y la niña, ¡lo juro por Dios y mis hijos futuros!, también me miró sonriente, y estiró hacia mí su mano con la palma abierta, como si saludara a un viejo camarada de otras vidas.
El mundo volvió a ponerse en movimiento. Y yo, inspirando con voluptuosidad el aire cálido de esa noche de diciembre, me alejé dichoso y pensativo, y se quedaron los pájaros cantando...
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