jueves, 17 de julio de 2008

La pluma Azul

_________________Máximas y bosquejos________________




El éxtasis es caerse de sí mismo hacia arriba.

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El hábito monacal es la ermita a cuestas.
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El perro moviendo la cola es una humorada de Dios.
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Cuando el poeta clama, declama, pero entonces es un orador que ora.
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No es que la llama arda, es que el mundo es tan frío... La llama, simplemente, está viva.

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Cuando nieva, el mundo se sale de la órbita del ojo, se desquicia, y acontece una ilusión cósmica, un delirio epitalámico: la Tierra, vestida de blanco, asciende la escala del aire para desposarse con el cielo eternamente... entre una derrota pluvial de estrellas fugaces.

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El poeta ve al mundo desde el asombro, y no desde la fría reflexión comparativa: “¡Mira ese ángel!... parece una mujer”, dice, y no lo contrario: este es el arcano de ese fenómeno que los racionalistas —tiempo ha— llamaron “metáfora”, y que todavía no saben lo que es.

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El bruto vive el sexo ciegamente, y no sabe lo que hace, y cuanto menos sabe, más se embrutece, y menos malo es, y menos bueno, es decir, más ciego, y se la pasa tanteando en la tiniebla de su deseo sin jamás dar con los ojos o las manos de la persona deseada, que es donde mora el alma del cuerpo...Y que es de lo que necesita el ciego para cruzar la avenida, y entrar en amoroso “tránsito”.

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El lascivo ve al mundo con ojos de médico forense en ayunas.

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El hombre sano es el único ser verdaderamente sexuado, porque es el que goza de la únión inconcebible, pasional y voluptuosa, de dos almas amantes... Porque el sexo es unión, o no es.
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Una tarde ventosa de abril, el Greco se cruzó en Toledo con un caballero pelizrojo de baja estatura y mirar fiero, y no pudiendo contenerse, soltó una risa sonora. Ciertamente, ese hombre era la caricatura perfecta de los santos flamígeros de sus lienzos. Pero su amigo, el monje poeta, que pasaba por allí, le hizo un gesto desesperado y significativo, y el pintor debió trocar su alegría en tos convulsa: se trataba del nuevo Gran Inquisidor de la ciudad... .

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No es que el cuerpo sea mortal, es que el alma humana es inmortal. Si el alma no fuera inmortal, el cuerpo sería simplemente cuerpo, y el alma... no existiría, ¿y el cuerpo?... tampoco, pues el cuerpo es materia animada. Pero no es que el alma humana sea inmortal, sino que el espíritu... es. Si el espíritu no fuera, el alma no existiría, ni el cuerpo. Y no es, al cabo, que el espírtu sea, sino que el Ser... es, si el Ser no fuera, el espíritu no sería, ni el alma, ni el cuerpo, ni la materia.

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“Un ladrón de manzanas que alegó en un juicio haberse contagiado de un amigo suyo la enfermedad de la cleptomanía, fue condenado a cadena perpetua por un juez hipocondríaco... La mentira, pues, puede ser más perniciosa que el delito”, concluye el anciano agitando su índice sobre la cabeza atónita del nieto inocente, que acaba de recibir por su cumpleaños dos regalos: un diccionario, y una pistola; el uno, para comprender al abuelo, el otro, para descomprenderlo.

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En pleno centro de la ciudad, el hombre de gris se topó en la acera con la mujer de negro:
—¡María!... qué pálida estás.
—Es que me he suicidado.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes —dijo, y se pasó la mano por la rubia cabeza intentando domeñar el mechón que le subía en espiral sobre la frente.
—Pero... —balbuceó el hombre de gris.
—¡Taxi! —gritó la mujer de negro alzando débilmente su brazo.
—¡Has llamado a un coche fúnebre! —exclamó el hombre escandalizado por el desquicio de la mujer.
—¿Y tú? —inquirió la mujer—, ¡has hablado con una urna funeraria! —y una ráfaga sopló sobre el mechón de oro rebelde, y la mujer se abismó hasta las entrañas de la tierra.

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¿La noche?... la pupila del sol que se dilata ante el espejo umbrío de la tarde.
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—¡Eureka! —grita el anciano dejando caer el libro sobre sus rodillas. Y una cabeza ¾despeinada por el mirar tempestuoso de unos ojos chispeantes de ingenio¾, asoma por el borde de la puerta.
—¿Si, querido?
—¡Hoy es nuestro aniversario!
—¿De veras?
—Sí, hoy se cumplen cuarenta años desde que...
—Ya... ya... desde que me descubriste —dice la mujer exhalando las palabras, y la puerta se traga la cabeza atormentada, dejando en el aire la estela de un chirrido de goznes.
El anciano abre el libro, lo cierra, entorna los ojos, sonríe, y piensa con el mentón en la palma: “y sin embargo, yo soy tu mejor invento... amor mío”.

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Es un radiante día de primavera. El cielo azul profundo, el lago, y las montañas aún nevadas se espejan en los altos ventanales de la casa de Hans Oberheimer, el célebre filósofo ateo cuya frase favorita es aquella de Nietzsche: “Si Dios existiera... ¿Cómo soportaría yo no ser Dios?”. Hans vive solo. Ahora lee, cabizbajo, un libro titulado “El Ser y La Nada”... Un fuerte golpe en los ventanales lo sustrae de su lectura un instante. Pero sigue leyendo impávido. "Un golpe de viento", se dice, “no fue más que un golpe de viento”. Esto de que algo no sea más que lo que es, constituye una de las convicciones fundamentales de su propio sistema filosófico, aunque no se trata, claro está, más que de una propia convicción.
Se toma su tiempo, pues, y recién al concluir uno de los sesudos capítulos del libro, se atusa la blanca barba con la diestra, se levanta pesadamente, y se asoma por el ventanal con grave semblante: las cejas, severamente arqueadas por el ceño fruncido (a modo de ballesta), parecen estar prestas para lanzar al hondo cielo matutino la saeta de una mirada ponzoñosa. Quien lo mirara desde el jardín, notaría que una nube que se refleja en los cristales le cubre ahora a Hans toda la cabeza, como si el filósofo tuviera el pensamiento... obnubilado. Pero súbitamente distiende el arco del ceño al advertir una diminuta y extraña mancha en un punto de los ventanales, justo enfrente de sus ojos celestes... “algo ha golpeado en el vidrio”, se dice al ver que en el diáfano elemento hay unas diminutas plumillas pegoteadas, como si...”, Hans enfoca más allá de la mancha, y ve que en el césped esmeralda, un pichón de gorrión yace tendido panza arriba, con las patitas tiesas y las alas abiertas y rígidas. “No era más que un pichón de gorrión”, se dice empañando el cristal con un suspiro ardiente... quiero decir, que huele a aguardiente.
Hans sale al jardín con las manos en la espalda y la boca contraída hacia abajo, y se acerca al cuerpecito del pájaro con paso moroso y gesto displicente. Se acerca todavía más, y al entrecerrar los ojos para mejor ver el espécimen, cree ver que el pecho del gorrión ha palpitado. Perplejo, hinca una rodilla en el césped, toma —delicadamente— con sus dos manos rugosas al pichón, y lo alza hasta sus ojos para... observarlo. El pichón pesa lo que una brizna de hierba. “Ha muerto, pero nada se pierde, todo se transforma”, piensa evocando a Aristóteles, y cuando va a arrancarle una de las plumillas para que le sirva de adorno de su lapicero, cree ver nuevamente que el pecho del gorrión ha palpitado. Detiene, pues, su mano en el aire, y en vez de ultrajarle el ala, le sopla fuertemente el pico al desgraciado por ver si reacciona, y, efectivamente, tal como si le hubiesen aplicado una descarga eléctrica (o le hubiesen acercado a las narices un pañuelo empapado en alcohol) el pichón se agita de súbito en el hueco de la mano de Hans, y se incorpora de un salto sacudiendo la cabeza. La mirada del gorrión y la del filósofo se cruzan un instante, atónitas. Hans vuelve a descargar sobre la cabeza del gorrión un soplido ardiente, y el pajarillo —mareado por ese soplo ígneo—, alza vuelo con torpeza, hace unas eses en el aire hacia arriba, y cuando se refresca con el viento sobrio de las alturas, recupera el sentido, desciende graciosamente, endereza el rumbo, y se encamina hacia su nido entre las copas celebrantes de los coihués y los cirios estáticos de los cipreses.
Hans, que ha seguido con atención la resurrección y fuga del ave, se levanta, camina unos pasos, se para frente a los altos ventanales en los que se espeja el cielo profundo, el lago, y las montañas aún nevadas, y mirándose fijamente a los ojos, dice en voz baja: “qué magnífico prodigio de la Naturaleza ese pajarillo leve y grácil... tal vez, después de todo... —dice contemplando el paisaje reflejado en los cristales—, mientras que yo... —agrega mirándose nuevamente a los ojos—, tal vez yo no sea más que un pobre filósofo ateo... pero... ¿Si Dios existiera, cómo soportaría yo no ser Dios?”.
Entre tanto, el gorrión ha arribado a su nido entre los aleteos gozosos de su madre, que ora lo ciñe con sus alas, ora le reprocha su tardanza, ora le picotea suavemente la cabeza y el pico:
—¡Hijo mío!... ¡Hijo mío! —pía la madre enloquecida de gozo—, hemos estado tan preocupados, ¡tanto!... Tu padre te ha ido a buscar por todo el bosque, y... ¡pichoncito mío! —y no pudiendo contenerse, estalla en canoros sollozos.
La escena se desarrolla entre unos rayos dorados de sol filtrados entre las hojas trémulas.
—Pero madre... —pía el gorrión, abriendo al compás de su piar las incipientes alas.
—Es que esta es la primera vez que te lanzas a volar solo... —atina a decir la madre con el pecho estremecido por su trino maternal y melódico—, la primera vez... ¡imagínate lo que hemos padecido!...
El pichón baja la cabeza, y la menea condolido.
—Pero bueno... bueno, lo importante es que estás sano y salvo —pia la mamá gorrión sacudiendo las alas y alzando la cabeza a la bóveda acústica del árbol—. A ver, dime, hijo, ¿has volado muy alto?
El pichón infla el pecho, como si no cupiera en sí mismo, y dice, moviendo las alas para ilustrar su relato:
—Madre... papá estará tan orgulloso.
—¿De veras?... ¡Cuéntame!
—He volado tan, pero tan alto, que... me he estrellado contra el cielo...
—¿Contra el cielo? —pía la madre alzando el ala desconcertada, y una aguja de sol le transparenta el abanico de plumas—. Hijo... No está bien que le mientas a tu madre después del disgusto que...
—No es mentira... ¡no lo es! —pía el gorrión poniéndose todo lo severo que un pichón de gorrión puede ponerse en asuntos de importancia suma—. Y aún hay más —agrega como en un susurro.
La madre, por respuesta, lo mira de reojo.
—Al golpear contra el cielo transparente, me desmayé sobre una nube blanda, y Dios...
—¡Hijo!... No blasfemes.
—No blasfemo madre, fue un milagro, Dios me tomó en sus manos, y me sopló en el pico... ¡su aliento quemaba como el fuego!...
—¿Cómo el fuego? —pia la madre finalmente compenetrada con el relato de su hijo.
—Sí... ¡Creí que iba a calcinarme! Pero no. El alma me volvió al cuerpo, y... con un segundo soplido, me regresó al bosque, y...
—¡Basta hijo!... ya basta —dice la madre turbada, y, desplegando su tibia y plúmea mano, le pasa el ala suavísima por el pico, con un ademán traslúcido y angélico.

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—Buenos... días —balbuceó el hombre de los ojos grises al encontrarse por segunda vez en esa mañana con la mujer de los ojos turquesa, en un lugar bien distante de donde acaeciera el primer encuentro, en la boletería de la estación de tren.
La joven tardó en reconocer al que la saludara una hora antes por error. En efecto, el hombre la había saludado esa mañana creyendo que se trataba de una persona conocida, pero pronto él mismo había reparado en su equivocación y se había disculpado antes de que la joven lo corrigiera. Ahora, una hora después de aquel mal entendido, ambos volvían a encontrarse en otro extremo de la ciudad, en un mostrador del Correo Central.
Ante el saludo del hombre, la joven, perpleja, sonrió apenas, e inclinó levemente la cabeza, temiendo al punto que aquel la hubiera seguido hasta ese sitio, y se marchó del Correo con premura.
Pero tres horas después, el hombre de los ojos grises y la joven de los ojos turquesa, volvían a cruzar sus miradas en un lugar bien distante del Correo Central... ¿dónde?... en el Registro Civil. La joven sintió que las piernas le vacilaban, pero cuando vio que el hombre saludaba con cierta confianza al que iba a casarse con su íntima amiga, respiró aliviada y pudo controlar el temblor de su cuerpo. El hombre, por su parte, había sospechado en un primer momento que acaso aquella mujer lo había perseguido durante todo el día, pero al ver que la joven se saludaba con los testigos de la novia... se puso aún más intranquilo.
Durante la ceremonia, el hombre de los ojos grises y la joven de los ojos turquesa se miraron tres veces furtivamente justo en los tres instantes en que cada cual había desviado su mirada. Tal fue la simultaneidad del encuentro de miradas, que las tres veces la joven tuvo la sensación de haberse mirado a un espejo. A su vez, el hombre sintió que estaba participando con esa joven de una conspiración... “Alguien está detrás de todo esto”, fue el pensamiento resultante de aquella sensación extraña.
Al finalizar la ceremonia, el hombre se acercó a la joven, y, tendiéndole la mano con cierta gravedad, dijo tan solo:
—Nos hemos vuelto a encontrar.
—Sí —dijo la joven, y le correspondió el saludo, sintiendo en el momento en que el hombre le oprimía con delicadeza la mano, que al fin había sido atrapada por el extraño, lo cual ni le disgustó demasiado, ni le ocasionó un gusto definido.
—Señorita, esta es la tercera vez en el día que nos encontramos —dijo el hombre pausadamente, como si midiera las palabras, o como si esperara una confirmación de lo que estaba diciendo.
—Sí, la tercera vez... ¿qué casualidad, verdad? —dijo la joven liberando sus dedos blancos y finos de la recia mano del desconocido.
—¿Casualidad? —dijo el hombre torciendo la cabeza, y sonriendo un poco, mas conservando la mirada seria—. Señorita, nuestro primer encuentro pudo haber sido fortuito, pero el segundo encuentro fue un hecho afortunado, y este último encuentro, fue... destino.
—Y... ¿si volviéramos a encontrarnos? —dijo la joven intentando disimular su turbación con una sonrisa—, ¿qué sería?
—¡Fatalidad! —exclamó el hombre abriendo cuanto pudo sus ojos grises.
—Pero —dijo la joven apelando a su infalible intuición femenina—, todo esto significa que...
—Sí —interrumpió el hombre espoleado por su certero poder deductivo—, que nuestro primer encuentro fue... providencial.
—Acaso todos los encuentros lo sean...
—Sí, pero nosotros lo hemos sabido —y ofreciéndole su brazo, salió con la joven del Registro Civil con emocionada lentitud. En ese instante, un niño de ojos azules arrojó un puñado de arroz al cabello negro de la joven... por error. La joven se volvió sorprendida, pero detrás suyo no había nadie.

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En el libro décimo de La República, Platón desterró de su ciudad ideal a los poetas... ¡Oh, socrática ironía!, de haberse llevado a cabo aquella utopía, el primer desterrado habría sido... Platón.

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Los cipreses no se secan..., se apagan.
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Las rosas no brotan..., se encienden.

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Las gallinas ¡escándalo de los alquimistas!, saben muy bien qué hacer para poner huevos de oro, pero, por amor a sus esposos, hace miles de años que evitan el prodigio: si ellas pusieran huevos de oro, los gallos engrosarían la lista de los desocupados, y sus vidas carecerían de sentido, y hasta quizás, quién sabe, se suicidarían cortándose la garganta con algún objeto filoso luego de lanzar al cielo un cacareo melodramático... ¿el motivo?... Si las esposas pusieran huevos de oro, ¿quién, al escuchar el canto matutino del gallo, saltaría de la cama para acudir a sus labores?... El verdadero desenlace del cuento infantil de la gallina de los huevos de oro ¾final que los pedagogos han suprimido en atención al buen gusto¾ es que a la generosa y aurífera gallina el esposo le quitó los ojos de dos certeros picotazos.
En cuanto a los alquimistas ¾que, por lo visto, han leído demasiados escritos esotéricos, y ningún libro infantil exotérico¾, ya sería hora de que abandonen sus sueños de llegar un día a fabricar oro en el mortero o huevo filosófico ¾según llaman ellos a su recipiente experimental¾, y se dediquen en cambio a fabricar un filósofo que ponga huevos de oro, es decir, a metamorfosear a un alquimista en una gallina. Por cierto, el único alquimista al que ¾hace muchos años, un domingo de pascua¾ yo oí jactarse de haber llegado a fabricar oro... era ciego.

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El Moisés de Miguel Ángel tiene una rodilla rota por el martillazo que le dio su artífice al grito de “¡parla!”, y esto es cierto. Lo que no es verdad, es que Miguel Ángel tuviera rota la nariz por el golpe que le diera un escultor envidioso de nombre Torrigiano. Que este último lo golpeó, es cierto, lo que no es verdad es que con ese golpe le rompió el tabique al divino artista... ¡Dios no la habría permitido!... Fue el mismísimo Moisés quien, airado por el orgullo de Miguel Ángel (y por el golpe recibido en la rodilla), luego de leerle el primer mandamiento (“Amarás a Dios por sobre todas las cosas”) le descargó un puñetazo a su artífice en la nariz con su marmórea mano; lo cual explica, por demás, que los historiadores refieran que por causa del golpe que le aplastara el rostro, Miguel Ángel casi perdió la vida, y hasta estuvo algún tiempo sin sentido. En efecto, los retratos que nos han llegado de Miguel Ángel no tienen la nariz rota, sino el rostro aplastado. Y cabe agregar que si Moisés no rompió las tablas por segunda vez, fue porque él y las tablas de la ley estaban echos de un solo bloque, y el profeta... temió romperse en pedazos.

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El secreto del vientre prominente de Buda, es que el asceta hindú, a fuerza de ensimismamientos, se tragó a sí mismo, y aún no acaba de digerirse.

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El viento es el alma en pena de un mar extinto; las aves, peces fantasmas que nadan por el cielo; el hombre... la sombra de un náufrago.

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Debajo de estas montañas en que vivo, hay un cíclope enterrado. Sólo una parte minúscula de su cuerpo ha quedado insepulta: su helada, azul y húmeda pupila... ¡El lago!, en cuyo fondo yacen focilizadas, y amontonadas como rotas vacijas, las imágenes que un ojo monstruoso captara antaño con una mirada pavorosa y total.

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Los animales nunca vieron las estrellas. Sólo los lobos han descubierto la luna hace siglos, y desde entonces le aúllan imbuidos de sagrado espanto.

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“Amor mío —le susurró el joven soldado a su amada antes de partir a la guerra—, despídeme como una mujer, llórame como una madre, recuérdame como una hija”; pero la joven esposa, deslizando delicadamente sus pequeñas manos por debajo de las charreteras, le susurró a su vez, en puntas de pie: “Te recibiré como una amante, amor mío”.

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Sólo una cosa hace estremecer de horror a la Parca: la risa muda, descarada y descarnada, de la calavera humana.

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La debilidad es siempre muchas debilidades; la fuerza es una sola, siempre.

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Apunte silvestre.
Hasta en el mundo de los insectos existe la diferencia entre vulgaridad y nobleza. Compárese sino al tábano con la abeja.
Mírese su aspecto. El tábano es descolorido. El aguijón (que lo lleva clavado en la cara a modo de nariz puntiaguda) es la causa secreta de su saña. Cuando esta tarde me interné unos pasos en el lago para librarme de uno de ellos, y, en efecto, pude lograrlo, comprendí que el desgraciado no podía soportar el espejo del agua.
La abeja, en cambio, es de un amarillo metálico, precioso (Gabriel Miró dijo que las abejas son de oro, y en verdad lo son, y si Chesterton y Cernuda dijeron que el oro es fuego congelado, entonces la abeja ¡a qué dudarlo! es oro volatilizado). La abeja, por demás, no tiene el aguijón insertado en la cara, sino, más naturalmente, en su parte trasera. El aguijón, pues, le hace de cola, y puede ir de gala al festín de esos palacios orientales en miniatura que son las flores.
En cuanto a la ocupación de cada cual, la diferencia es infinita. Más aún si tenemos en cuenta que el tábano no tiene, al cabo, ocupación ninguna, salvo la de andar revoloteando por ahí sin ton ni son (y sobre todo sin esto último), buscando a quién fastidiar en descarga de su tedio. Este insecto es, en el mal sentido de la palabra, un ocioso, y como el ocio es el padre de quien ya sabemos, el tábano se la pasa zumbando en círculos viciosos embrutecido por malsano deseo: no tiene otra ambición el muy incontinente que la de hundir su estéril aguja en un cuerpo cualquiera (verdaderamente Sócrates se apresuró al compararse con este disoluto animalejo). Ciertamente, a esta grotesca y volátil caricatura del gran Cyrano, el sudor y el calor la atolondran hasta lo indecible.
Pero la abeja no sólo tiene ocupación, sino vocación, como que si pierde el aguijón muere al instante. Y sólo diré que la muy afortunada ha sido creada para melificar al mundo.
Y ahora sí es tiempo de hablar, sin ambages, de la diferencia absoluta, metafísica, que separa a ambos insectos. Aquí es donde se verá, a toda luz, la vulgaridad del tábano, y la nobleza de la apis mellífera (la abeja es el único insecto que he visto figurar en los blasones de familia). La abismal diferencia está en el movimiento de las alas, como que el dicho movimiento proviene, en definitiva, del ser de cada cual... ¿O tendremos que decir del existir? Vanidades. La diferencia está en que el tábano zumba, y vibra la abeja. El vagoroso tábano vaga, vagabundea, vagamundea, aturdido por una cíclica excitación constante que lo hace zumbar por doquier, sufriendo a cada momento la ontológica incapacidad de posarse. El que es vulgar, el que zumba embrutecido en derredor del prójimo, sólo sabe clavarse, lanzarse, con fastidioso e insaciable zumbido. La abeja, en cambio, que anda en el aire sonoro como por invisible partitura, sólo sabe vibrar como cuerda de lira. Su vocación la inspira y emociona, y, por la noche, duerme en su celda, en una de cuyas finas paredes ella ha escrito con la pluma de su aguijón de oro, y en recóndito idioma, la sagrada consigna: vibra et labora.
Señores. Humanidad sufriente. Entre el tábano y la abeja se debate la historia toda de un alma, de una civilización, y de un ciclo cósmico. “Vibrar o zumbar, he aquí la cuestión”, dijo el viejo Shakespeare por boca del joven Hamlet, pero con otras palabras.
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Al fin me abrí al mundo, y... ¡Qué milagro! Todas las cosas estaban abiertas.

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¿Lo más cruel que he visto?... Sus labios, en el marco de ese bellísimo rostro de rosada porcelana y bajo dos grandes ojos de un azul transparente. Sus labios rojos, opulentos, no hechos para la palabra, ni para el beso, ni para la sonrisa beatífica, sino para el desdén cansino, y el bostezo blando, y la voracidad impiadosa... ¡Y todo querría ser besado por ese prodigio!

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Se quitó la sábana despacio, como un resucitado, y se levantó en medio de la sombra sin hacer ruido en la habitación. “Dios mío... Dios mío”, iba repitiendo en su pensamiento; atravesó a tientas el pasillo, se sentó a su escritorio sin encender la luz, y allí se quedó inmóvil con los ojos abiertos en la oscuridad. “Dios mío —dijo en voz muy baja—, Dios mío... He tenido un sueño espantoso. Soñé que abrazaba a una mujer que nunca he visto, y que era feliz como no lo he sido jamás”.

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—Hijo, recuerda bien esto que te digo ¾dijo el padre muy circunspecto, con aires de gran experimentado¾: haber amado a muchas mujeres... ¡pero haberlas amado en serio!... es como haber vivido muchas vidas.
El hijo aminoró el paso, y lo miró a su padre con una mezcla de admiración y pena:
—¿Quieres decir que es como haber muerto mil veces?
El hombre se detuvo en seco con la mirada despavorida.
—¡Sí!... ¡Por Dios!… ¡Eso es lo que quería decir!

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—Somos tan pequeños —suspiró la mujer mirando el cielo nocturno tachonado de estrellas.
—¿Es que no lo sabes? —dijo el joven buscando su rostro en la oscuridad.
—¿Saber?... ¿Qué cosa?
—Que no somos nosotros los pequeños, sino el universo.
—¿El universo? —repitió la joven, y rió suavemente.
—Sí. Puesto que él no piensa.
—¿Él?
—Sí, como el universo no piensa por sí mismo, es necesario que él sea pensado por alguna inteligencia, pues de otro modo carecería por completo de orden y medida.
—¿Y entonces?
—Somos nosotros los infinitamente grandes para el universo.
La joven permaneció en silencio, a la espera de una aclaración.
—Si yo pienso a esa estrella, la que brilla con una luz verdosa... (y mirarla es ya estar pensándola de algún modo, porque nuestra mirada es de por sí inteligente)... Si yo pienso esa estrella, la idea de esa estrella, su concepto, cabe en mi pensamiento toda ella con el tamaño de una semilla, o de una gota de agua... ¡no! Mejor de una semilla, porque antes de ser estrella, ese astro era la semilla de una idea en la Inteligencia divina, y ocurre que al participar nosotros, por milagro, de esa pura Inteligencia superior, nos es posible retrotraernos al origen de la estrella, cuando ésta era sólo semilla etérea en el pensamiento de Dios. Antes de ser estrella era idea; nosotros la miramos y vuelve a ser idea, sin dejar de ser lo que ella es en su actual realidad, de modo que al mirar uno de esos astros, nuestra mirada es total, es profética e histórica, en tanto que abarca en un instante su origen y posteridad, su presente y su pasado... Y la luz de esa estrella me viene del pasado.
—No comprendo.
—Es sencillo. La estrella era idea; la miramos y vuelve a ser idea, es decir que en nuestro pensamiento desnace, vuelve a su origen ideal, y en nuestro espíritu ella cobra nuevo impulso hacia su realización, hacia lo que ha llegado a ser. De modo que cuando la miramos, la estrella se mira en nosotros, saborea su origen, cobra conciencia de sí, y lo que nosotros miramos no es ya aquella estrella verdosa, sino la de nuestro pensamiento, o mejor, la idea que se ha formado en nosotros, y que de ninguna manera es una invención nuestra, pues ya era antes semilla áurea en el pensamiento divino.
El joven suspiró y sintió vértigo ante la inmensidad de la bóveda constelada, y aún más que por eso, por la magnitud de sus teológicas elucubraciones.
—Nuestra mirada es un viaje metafísico —dijo intentando dar forma a su peregrina intuición—, va de la estrella a la idea, y de la idea a la estrella; va de la realidad al origen, y del origen a la realidad, o bien, de la cosa a la esencia, y de la esencia a la cosa... Pero entonces la cosa deja de ser tal, y es pensamiento... ¡La hemos interiorizado!... Es nuestra propia alma.
—¿O nuestro corazón? —dijo la joven tímidamente.
—Sí, nuestro corazón. Y así como con la estrella, ocurre con todo el universo. Todo él es susceptible de ser pensado... que es igual a decir repensado, pues Dios ya lo ha pensado antes en su omnisciencia infinita... Y todo el universo puede caber, entonces, en la semilla de la idea, o, por qué no, en la gota de agua de un pensamiento, en el punto insondable de una pupila humana. Y ahora comprendo, mi amor, por qué nos emociona ver este cielo estrellado, porque todo él se nos esta metiendo por los ojos como una multitud de luciérnagas ínfimas, para renacer en nosotros, para volver redivivas a su espacio luego de haberse bañado en el agua genesíaca de nuestro divino pensar... Nos conmueve ver a la misma vez el presente y el origen de todas las cosas, que es como ver también su final... ¿Ahora entiendes por qué nosotros somos infinitamente grandes para el universo? —concluyó el joven sin estar muy seguro de haber comprendido él mismo su elevadísima reflexión.
—Tal vez lo comprenda —dijo la joven en un susurro, y alzó sus ojos grandes y verdes hacia la constelación de Andrómeda, y toda ella se le precipitó en el agujero negro de sus hondas pupilas como un diminuto remolino de luz.

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El momento de mayor plenitud es aquel en el que la vida se ha concentrado de tal modo en el instante presente, que pasado y futuro convergen absolutamente en un punto de eternidad, y el alma humana siente, entonces, entre dolorida y gozosa, que todo ha sucedido ya, y que todo está aún por suceder. Esta experiencia espiritual tiene un nombre admirable, y de mujer: Esperanza. Y es tan difícil de conocer, como es huidiza la felicidad.

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Artista, siéntate y espera. Verás cómo la vida viene hacia ti purísima, rozagante, ligera, a danzarte la danza de los siete velos en el albor ideal de una noche inacabable.

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¿Perder el tren? ¡Qué absurdo! Tú eres el tren, los rieles, y los campos que pasan.

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¿Un conjunto de peces?, un cardumen; ¿Aves que pasan volando?, una bandada; ¿Caballos a toda carrera?, una tropilla; ¿Luciérnagas titilando?... ¡Una constelación!

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Ortega y Gasset va de la palabra (filología) al pensamiento (concepto), y del pensamiento a las cosas (esencias).
Nietzsche va de la imaginación (mito) a la palabra (símbolo), y de la palabra a las cosas (apariencias).
Unamuno va de las cosas (existencias) al pensamiento (corazón), y del pensamiento a la palabra (verbo).
El primero es el racionalista, y es el modelo del filósofo; el segundo es el mitólogo, y es el modelo del falso profeta; el último es el sentidor, y es el arquetipo del poeta... ¡Tú sabes qué camino he de tomar, Señor mío!

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Tú me amas, y yo he dejado de amarte... ¿Por qué, entonces, me obstino en velar por tu ilusión? ¿Por vanidad? ¿Por caridad? ¿Por debilidad?... ¿Por amor?

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La autosugestión es el motor de la emoción artística.

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Frase de Cocteau que confirma la anterior sentencia: “Víctor Hugo fue un loco que creyó ser Víctor Hugo”...

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Emoción: eco en la carne de un retumbo en el alma.

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Religión, Filosofía, Teología, Literatura... ¡A un lado!... ¡Dejadme tocar esa flor!

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Las mujeres no tienen párpados.

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El calvo piensa más en la muerte.

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El niño, la mujer, y el arte, dominan mediante la desnudez.

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Sócrates pensaba conversando con sus discípulos, pero cuando Platón, el discípulo dilecto, se encerró para reproducir aquellas conversaciones, se sorprendió conversando con una voz íntima que era y no era la suya... Y entonces sí, nació la filosofía.

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La filosofía es la ciencia de lo que importa.

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En verdad, los afganos no conocen a las mujeres: cuanto más se oculta y oprime a una mujer, mayor, infinitamente mayor, es su influencia y poder. Por naturaleza, la mujer domina desde atrás, en las sombras.

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El amor... ¿Es no poder desentenderme de tu destino?

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Hoy puedo abandonarte. Lo que no soporto es imaginarte abandonada en la vejez, y por eso hoy... no puedo abandonarte.

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El conocimiento es visión auditiva.

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En la Era de la imagen y el ruido, la facultad auditiva se ha atrofiado, y, con ella, la facultad de oír lo que las cosas quieren decirnos con la muda elocuencia de sus colores, y formas, y silencios.

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Oír con los ojos no es sólo leer, sino pensar. La música es el cimiento del pensamiento, su levadura, su quintaesencia. El espíritu es cierta forma musical: matemática sensible y vibrátil.

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Escucho, luego pienso... Diálogo inteligente. No hay conocimiento sin diálogo; no hay diálogo sin audición, ni audición sin música ordenada: la palabra pura es música sin distensión.

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La filosofía es la ascesis del pensamiento; la poesía, la ascesis del sentimiento; la música, la ascesis de la imaginación. ¿Y la sabiduría? El paraíso al fin recobrado.

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Por unos ojos verdes nos sentimos más mirados.

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La vida real (el ser) es un movimiento sin cambio. No fluye, mana. No avanza, reboza. No progresa, asciende. No mueve, crea. No impulsa, ama.
No es un movimiento, ni una fuerza, ni un impulso, ni una energía, ni un hálito. Es una presencia. Y no es una presencia; es una persona. Y no es una persona; es tres personas. Y no es tres personas. Es mi Padre.

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Sí, cayó al fin. Ha muerto esa gran alma. Un gran espíritu llameante. Pero al poco de haber caído, se levantó, saltó sobre su cadáver, y se alejó rumbo a las estrellas.

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Con frecuencia he lamentado que el éxito, o “reconocimiento a la propia labor”, suela llegar cuando ya no nos importa demasiado ese reconocimiento. Pero ahora comprendo la sabiduría de “las etapas”.
El éxito nos llega cuando ya él no puede marearnos. Cuando el espejo defectuoso de la adulación pública no puede ya distorsionar la idea de nosotros mismos, mostrándola más alta y exótica de lo que es realmente. Es justo y prudente que el éxito (estúpida palabra) nos llegue cuando hemos conocido ya el amargo sabor de nuestro fracaso, y, sobre todo, del fracaso de nuestra absurda omnipotencia. Fracaso esencial, indispensable, para la aceptación moderada y hasta resignada del éxito... Del éxito, que quiere vendernos al precio de nuestra alma lo que ha tiempo hemos inmolado en altar sacratísimo: nuestro bestial orgullo.

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Pocos hombres hay capaces de detenerse, pensar, y tomar una decisión contra las circunstancias.

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San Agustín es Platón enamorado.

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“No pudo ser”, escribió Bécquer en alusión a un frustrado amor. La conclusión es romántica, ¿lo habrán sido los motivos?
También yo pronuncié esa grave sentencia no hace más de tres días, con lírico desencanto, cuando en un arrebato de íntima expansión, le confesé a ella mis más hondos anhelos: “alcanzar la cima del arte por medio de la verdad y la pobreza, la inconformidad con el mundo, y la fidelidad a mi estro poético, en suma, enloquecer a los ojos del mundo”... Y ella, con ingenuo entusiasmo, me expresó al punto los suyos: “administrar un día una empresa, viajar por todo el mundo, y tener una casa de veraneo frente al mar”; en suma... sumar. Vencido, desolado, me aparté de su vida, y a los labios del pensamiento me afluyó aquel derrotado verso del sevillano rimador: “No pudo ser”...
Bécquer, amigo mío, ardua y fallida empresa es ésta de administrar los propios asuntos sentimentales... Ardua y fallida empresa. Dime, si es que ahora lo sabes en tu elevada esfera, ¿por qué el poeta se enamora siempre de cuerpos sin alma, bellos ojos sin mirada, blancas manos sin caricias, y blandos senos sin corazón?...

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“La Iglesia tiene que mejorar su imagen, adaptarse a los tiempos, ¡aprender marketing de una vez!”, me dijo hoy un hombre práctico.
No le respondí nada, pero me alejé pensando para mí: “El que supo de marketing fue Judas, que supo vender a Dios por treinta monedas”.

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¿Adaptarse a los tiempos?... En ese caso, la Iglesia habría caído junto con el Imperio Romano, que se desmoronó bajo el peso de sus maldades y lascivias... Y pregunto: ¿debe el barro alzarse para adquirir la trabajosa forma de la vasija, o la vasija, una vez formada, rebajarse para perderse en la perezosa informidad del barro?...
Léase a los primeros Padres: Ignacio de Antioquia, Atenágoras, Justino, Orígenes, Clemente de Alejandría... La Iglesia fue siempre la misma en medio de los siglos inconstantes, mientras que de cualquier tiempo, lugar, institución, o persona, puede decirse algo semejante a lo que dijera Chateaubriand al retornar a su tierra natal después de larga ausencia: “Aquí todo ha cambiado, menos las olas, que no dejan de cambiar”.

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Para explicar las luchas íntimas del hombre, se habla de instinto de vida y de instinto de muerte, siguiendo ciegamente al médico de Viena, fundador del sicoanálisis. No comprendo. A la piedra la define su inercia, que es su cualidad más propia, al animal su instinto, y al hombre su inteligencia... ¿Por qué quiere explicarse al hombre por medio de aquello que es lo propio del animal?... El hombre posee instinto también, pero no es lo que lo define como hombre.
Ya lo comprendo: porque Freud, junto con Nietzsche, creyó que el hombre era sólo un animal que había desertado de la naturaleza. De acuerdo, pero entonces, ¿por qué los que no piensan de tan burdo modo pretenden comprender al hombre valiéndose de términos que contienen la idea de que en el hombre no hay nada que entender, salvo que no es hombre el hombre, sino un animal de mayor complejidad?...

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Una noche de luna llena, caminaban por el campo abierto un anciano con su nieto.
Y el pequeño le dijo:
—Abuelo, si no vivieras en la Tierra, ¿en qué estrella te gustaría vivir?
El anciano miró el cielo un instante, y dijo:
—En Marte.
—¿Y si ya vivieras en Marte?
—Si ya viviera en Marte, elegiría Neptuno.
El niño insistió:
—¿Y si ya vivieras en Neptuno?
—Entonces elegiría... Urano.
El niño, creyendo que el anciano mencionaba a aquellos planetas al azar, siguió preguntándole:
—¿Y si ya vivieras en Urano?
—Elegiría Júpiter.
—¿Y si ya vivieras en Júpiter?
El anciano soltó una carcajada, y dijo:
—Entonces elegiría Saturno, y ahí me quedaría.
Pero el nieto no se dio por vencido:
—¿Y por qué irías a todas esas estrellas?
—Es muy simple —le contestó el anciano señalándole la luna—, porque soy romántico.
El niño lo miró con ojos interrogativos.
—Verás —comenzó a explicarle el abuelo—, los románticos amamos la luna, y Marte tiene dos lunas, Neptuno ocho, Urano quince, Júpiter diez y seis, y Saturno más que todos: diez y ocho lunas... Saturno, con sus lunas y sus cientos de anillos, es el paraíso de los románticos.
El niño se quedó en silencio contemplando la luna llena, y el anciano, acariciándole tiernamente la cabeza, le dijo en voz baja: “me comprenderás, el día que te enamores”.

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En realidad, nunca vemos al mundo tal cual es en el presente, porque lo que nos hace visibles las cosas es la luz, y la luz viaja en el espacio y en el tiempo; viaja muy rápido, a 300.000 kilómetros por segundo. Cuando miramos a una persona que está enfrente nuestro, miramos a esa persona como era hace una centésima de microsegundo, que es lo que tarda la luz de su cuerpo en llegar hasta nuestros ojos...
La luz de la luna, en cambio, tarda un segundo en llegar hasta nosotros, la luz del sol, ocho minutos, la de la estrella más cercana, cuatro años; desde la estrella Vega, la luz tarda en llegar a la tierra ocho años, y miles de millones de años desde algunas galaxias.
Nuestros telescopios son máquinas para retroceder en el tiempo. A la nebulosa de Orión la vemos cómo era a fines del Imperio Romano, y a la galaxia Andrómeda, la vemos tal como era hace dos millones de años, y si hay seres inteligentes en Andrómeda, ellos no ven nuestro mundo de hoy, sino la tierra de los primeros hombres...
¿Habrá alguien en algún astro lejano, que pueda vernos como cuándo éramos niños? ¿Habrá alguien en la inmensidad del espacio que guarde, como un tesoro, el espectáculo de nuestra infancia, de aquella edad inocente en la que creíamos, al mirar el cielo estrellado, que las almas de los ausentes habitaban en aquellos mundos de luz?...

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Un filósofo inglés, que quería llevar una vida filosófica dentro de su casa, y no traicionar jamás sus principios fundamentales de pensador y de hombre de bien, hizo que su mujer colocara citas de la Biblia, y dichos de hombres sabios, en cada rincón del hogar:
En la pared de un pasillo, había un cartel que decía: “los caminos de Dios son misteriosos”.
En el peine que el filósofo utilizaba por las mañanas, se podía leer en letra minúscula: “todos los cabellos de tu cabeza están contados”.
Encima de cada espejo, estaba escrito: “conócete a ti mismo”.
En la tapa del horno: “muchos son los llamados, pocos los elegidos”.
Sobre la bañadera: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”.
Sobre el lecho: “creced y multiplicaos”.
En un borde de su escritorio: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
En el primer peldaño de la escalera: “supérate cada día”.
Y en el último peldaño: “los últimos serán los primeros”.
Y sobre la biblioteca, que contenía cientos de volúmenes de todos los sabios de la tierra, podía leerse en letras de oro: “el que no se vuelva como un niño, no entrará en el reino de los cielos”.

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Tan triste estaba, que me reía de todo.

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El orden de los afectos, es la afectividad en orden.

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Lo contrario de la violencia, no es la paz, es la bondad.
Lo contrario del miedo, no es la valentía, es la realidad.
Lo contrario de los celos, no es la confianza, es el amor.
Lo contrario de la maldad, no es la bondad, es la ternura.
Lo contrario de la fealdad no es la belleza... Son tus ojos.

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No, gracias... Ser rico es muy caro.

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Hay un momento de la vida, en el que se nos presentan sólo dos opciones: convertir a Dios en un monstruo perverso, de doble faz, mezcla de ángel y demonio, que evoluciona dolorosa y gozosamente a través de la materia espiritual por él creada... O aceptar que nosotros los hombres estamos enfermos, casi desahuciados, necesitados de perdón y redención, amor, hogar, y un corazón nuevo.

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Dijo Ortega: “el hombre es él y su circunstancias”... Sí, pero las circunstancias las ordena Dios, para que el hombre pueda ser él mismo, gracias a sus circunstancias.

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Divina sagacidad: el misterio de la Providencia consiste en que Dios es dueño del Espacio, para que nosotros lo seamos del Tiempo. Lo que en otras palabras significa: cambia las circunstancias (el paisaje que nos rodea, con sus condiciones, accidentes, y personas) para que recobremos la visión por un “golpe de perspectiva”, y así podamos volver a elegir con lucidez, libres al fin de la tiranía de la rutina, el vicio, y la comodidad.
Perdemos el trabajo, un amor, la salud, un ser querido... Se altera el espacio circundante; el entorno vital; la circunstancia habitual... Y mediante esa violencia exterior, se produce una conmoción interior que reaviva nuestra inteligencia y voluntad, a fin de que recobremos la capacidad de elegir.
La libre elección es adueñarse del tiempo. Mientras que la sujeción a determinadas circunstancias, es estar detenidos, medio muertos... esclavos de un paisaje monótono cuya desolación nos paraliza. El divino Artista hace trizas el lienzo de nuestra situación espacial, que se ha vuelto incolora y acostumbrada... y nos reinstala en otro cuadro, en otra tierra, bajo otro cielo, en el que es posible volver a vivir, moverse, y ser...
¿Que el Espacio y el Tiempo son indivisibles?... Sí y no. Una mesa no es lo mismo que una declaración de amor.

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Lo que hace de Papini un gran escritor, es que el gran florentino jamás escribe, sino que cuenta y conversa... No escribe, transcribe sus pensamientos según le acuden a la mente.
La gran trampa del escritor es querer escribir bien; la del buen pintor, pintar bien; la del buen escultor, esculpir bien... La maestría de un arte radica en ejecutarlo sin más, con despreocupación, con la humilde y alegre irresponsabilidad de un niño que mancha papeles...

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El buen escritor no escribe... transcribe

1 comentario:

Maria Elisa dijo...

He leido tus poemas y algunos me encantaron. ¿Me permites publicarlos en mi Blog? Además tengo un par de cositas para publicar en papel, formato libro (jeje) y quisiera saber si tú aceptas material de psicologia. Gracias.